El rey y los catalanes
Carlos Alberto Montaner
Abogado, escritor, periodista. Miembro del Consejo Internacional de la Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


El rey Felipe VI de España se dirigió a sus compatriotas notablemente preocupado. No es para menos. Está en juego el futuro de España, tal y como la conocemos. Pero, además, según algunos, se trata del destino de la propia monarquía. Al menos teóricamente, la función implícita del rey es mantener unidos los retazos de España. Es la cabeza simbólica del país y ya se sabe lo importante que son los símbolos para nuestra especie. Si la nación se fragmenta y le sale una república en una de sus costillas, seguramente le pedirán cuentas al monarca, aunque en este caso sea totalmente inocente y nadie lo acuse de violar las leyes o de ser corrupto.   
 
Felipe VI no es vasco, catalán, gallego o canario. Aunque nació en Madrid no tiene patria chica. Su oficio de rey lo obliga a pertenecer a todo el país y a no ser de aquí o de allá. Antes, cuando el rey era el único soberano, toda España le pertenecía. Desde que se forjó una monarquía parlamentaria moderna se invirtieron los términos. Él es propiedad del país. Quizás es el único español total que existe en la Península. Los demás son aragoneses, murcianos, extremeños y así hasta el resto de las 17 autonomías. 
 
Lo que sucede es trágico. Felipe VI es el rey mejor preparado de la historia de España (además de ser el más alto, 6.6 pies o algo más de 2 metros). Tiene una buena edad: 49 años. Es prudente, culto, maneja los grandes temas de la historia contemporánea y es abogado. Como la Constitución le concede la jefatura de las Fuerzas Armadas,  pasó por la Marina, la Infantería y la Aviación. Obtuvo un máster en Relaciones Internacionales en Georgetown University, y habla con suma destreza español, inglés y francés, mientras se esfuerza por comunicarse en catalán, gallego y eusquera, las otras tres lenguas que hablan muchos españoles. Es, además, una persona sencilla y afable.
 
La reina, Letizia, no le va a la zaga a su marido. Se complementan. Tiene carácter e inteligencia. Su antiguo oficio de periodista le permite escribir sus propios textos. Algunos cronistas de la monarquía se burlaban de sus orígenes no aristocráticos, pero ese dato la acerca más al pueblo, que la percibe como una de los suyos, honrada y laboriosa. La idea de que no hace falta sangre azul para reinar o para ser elegante la beneficia. La favorecen los ataques de quienes no aprecian su carácter plebeyo y se burlan de su abuelo taxista. Incluso más: la aceptación popular de Felipe aumentó cuando se enamoró de una española del pueblo. 
 
¿Será cierto que, si los separatistas catalanes, aun siendo minoría, consiguen la secesión de su región, la monarquía desaparecería? No tendría que ser así. Los borbones han sido expulsados tres veces de la historia de España, pero luego fueron reentronizados, en algún caso casi milagrosamente, pero en los tres porque, aun frente a las reticencias de los numerosos republicanos que pululaban en España, persiste la idea de que los reyes resultan útiles para el sostenimiento de una nación en la que las fuerzas centrífugas suelen ser poderosas.
 
La última vez que la monarquía resucitó fue con Juan Carlos I, padre de Felipe, convertido en rey por el propio Franco, pero la legitimidad de la Corona no se debió al nombramiento del Caudillo, al fin y al cabo un hecho arbitrario realizado por un dictador, sino a que el monarca no sólo colaboró con la transición y admitió las limitaciones a sus poderes de la Constitución de 1978, sino por su rol estelar en la salvación de la democracia y el Estado de Derecho tras el Golpe de Tejero, Armada y Miláns del Bosch en 1981.
 
Sospecho que la comparecencia de Felipe VI en la televisión tuvo un origen parecido. Sintió que estaba contribuyendo a la salvación de la democracia y, de paso, a la de la monarquía. Piensa, y acaso tiene razón, que los dos elementos están entrelazados. 
 

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