Contra la pena de muerte
Ian Vásquez
Director del Centro para la Libertad y la Prosperidad Global del Cato Institute, Washington D.C. Miembro del Consejo Internacional de Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


La pena de muerte en cualquier país es una barbaridad. No solo lo sería en el Perú, y no solo en el caso de violadores, como se está proponiendo ahora. Lo es incluso en un país avanzado como Estados Unidos, que tiene instituciones mucho más confiables y desarrolladas que buena parte del mundo. Abundan las anécdotas y la evidencia en su contra.
El estadounidense Cameron Todd Willingham fue ejecutado hace 13 años. Lo acusaron de cubrir el abuso sexual a sus hijas prendiendo fuego a su casa en Texas mientras ellas se encontraban adentro. Fue condenado por homicidio, pero siempre insistió con su inocencia. Desde su muerte, ha habido varias investigaciones que encontraron que la evidencia forense, los testimonios claves y otros aspectos usados en su contra eran inválidos. Nunca hubo evidencia de abuso, por ejemplo, y el testigo que hizo tal acusación luego se retractó. El Innocence Project concluyó que Willingham no cometió el crimen por el que fue ejecutado.
Otro caso: hace 15 años, una mujer acusó a un estudiante de secundaria de violación y secuestro. Era inocente, pero el fiscal le ofreció una pena reducida si confesaba. Así lo hizo, pasó cinco años en prisión y finalmente fue exonerado luego de que su acusadora confesó que se inventó el cuento.
Cada vez más se está investigando las fallas y abusos dentro del sistema penal de EE.UU., de tal manera que el número de exoneraciones de crímenes está creciendo. Un reporte al respecto (por el National Registry of Exonerations) encontró que en el 2016 fueron exonerados un récord de 166 personas, de las cuales 54 fueron absueltas de haber cometido un homicidio y 24 de crímenes sexuales.
De los que han sido condenados a muerte, casi el 2% ha sido exonerado. Pero quienes son exonerados representan solo una fracción desconocida de los injustamente condenados, pues las investigaciones solo se han hecho en algunos casos y en algunas partes de EE.UU. El profesor Samuel Gross de la Universidad de Michigan calcula que más del 4% de quienes enfrentan la pena de muerte son inocentes; una cifra altísima y alarmante.
La mala conducta y el abuso por parte de la policía y los fiscales explica parte del problema. Según el Death Penalty Information Center, estos abusos explican la razón por la que exculparon a 16 de las últimas 18 personas exoneradas de la pena de muerte. El National Registry reporta que el perjurio y las acusaciones falsas son un problema especialmente severo en casos de homicidio y de abuso sexual a menores. Existe un inquietante elemento racial en todo esto. Los datos indican que los afroamericanos son siete veces más propensos que los blancos a ser injustamente condenados por homicidio. Y antes de ser exonerados, los afroamericanos tienden a pasar más años encarcelados que los blancos.
La pena de muerte ha jugado un papel nefasto en la justicia. En las negociaciones con los fiscales, muchos acusados confiesan para no arriesgar ser condenados a muerte. Según el Innocence Project, un 25% de las personas exoneradas de homicidio entre 1989 y el 2012 habían confesadoel crimen. La policía también amenaza a testigos con la pena de muerte; de no delatar falsamente a un acusado, se les advierte que se les aplicará la pena máxima.
EE.UU. comprueba que darle tanto poder –sobre la vida y muerte de los individuos– al Estado es demasiado peligroso e irresponsable. En cuanto a la pena de muerte, no podemos pretender que el deficiente sistema peruano de justicia no sería peor.

Este artículo fue originalmente publicado en El Comercio (Perú) el 14 de noviembre de 2017 y en Cato Institute.
 

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