Efectos de la guerra comercial
Manuel Sánchez González

Autor de Economía Mexicana para Desencantados (Fondo de Cultura Económica, 2006).




Durante 2018, la administración estadounidense ha impuesto aranceles y otros obstáculos al intercambio de bienes con otras naciones, aduciendo diversos motivos. Hasta ahora, esa estrategia ha comprendido cuatro grupos de acciones.
El primero consistió en el establecimiento de tarifas a la importación de paneles solares y lavadoras, argumentando la necesidad de proteger a estas industrias en EE.UU. El segundo se basó en aranceles al acero y al aluminio, invocando motivos de “seguridad nacional”. En algunos de casos, ese país ha conmutado el arancel por cuotas a las importaciones. 
El tercero incorporó gravámenes contra las importaciones de China, con el señalamiento de presuntas “prácticas injustas” en materia de tecnología y propiedad intelectual en ese territorio. Y el cuarto ha sido la amenaza de fijar aranceles a los automóviles, lo cual dependerá de una investigación oficial en curso, relacionada, una vez más, con el supuesto peligro de seguridad.
La mayoría de las economías perjudicadas ha respondido con advertencias o acciones de represalia, a menudo con la pretensión de lastimar a sectores o regiones asociados con la administración estadounidense. En ocasiones, los aranceles se han extendido a otras naciones, lo cual ha implicado un efecto colateral adverso.
Las tensiones propiciadas por EE.UU. se inspiran en una visión mercantilista sobre el intercambio comercial, concebido como un “juego suma cero” donde los países compiten entre sí y las ganancias de unos son las pérdidas de otros.
Tal vez no haya una muestra más evidente de esa concepción que la insistencia de Trump en interpretar los déficits comerciales como un fracaso de su país y un abuso de las naciones superavitarias.
De ahí que gran parte de las intimidaciones y medidas proteccionistas de EE.UU. se hayan dirigido contra aquellas economías con las que esta nación registra los déficits bilaterales más elevados, entre las que destacan China y, en menor grado, México, Japón y Alemania. 
No obstante, los déficits comerciales no son necesariamente reflejo de alguna vulnerabilidad, ni significan una pérdida de recursos, ya que los flujos monetarios tienen como contrapartida la recepción neta de mercancías valiosas, muchas de las cuales sirven como insumos en la producción. 
Tampoco son resultado, en principio, de las políticas comerciales propias o de otras latitudes. El saldo comercial y, más precisamente, la cuenta corriente, que incluye el comercio de bienes y servicios, así como las ganancias por la inversión y el trabajo en el exterior, responden a factores macroeconómicos. 
En particular, un balance negativo denota que el país gasta por encima de su ingreso, lo cual, por necesidad, lleva aparejado un financiamiento externo, es decir, una cuenta de capital superavitaria. 
De ahí que, si EE.UU. quisiera “corregir” su déficit, debería aplicar medidas tendientes a afectar las variables mencionadas, por ejemplo, contener el gasto público. Ello no significa que tales ajustes sean justificados, sino, más bien, que los saldos comerciales carecen de la importancia otorgada por Trump.
Los aranceles difícilmente alterarán el déficit comercial, sino en todo caso su composición, al hacer relativamente más atractivos los bienes y los países exportadores no afectados por esos gravámenes. 
De esta manera, la guerra comercial resulta una estrategia absurda, sin una clara ganancia, excepto, tal vez, para unos pocos sectores protegidos cuyos beneficios son inferiores a los costos de la sociedad en su conjunto.
Específicamente, la proliferación de barreras, así como la incertidumbre sobre posibles restricciones futuras inhiben el comercio, como parece haber empezado a ocurrir y, con ello, la inversión. 
Además, si toman la forma de cuotas, como recientemente lo ha promovido EE.UU., las trabas implican una elevada carga administrativa para el país afectado y para el que las impone. Ello propicia el desperdicio de recursos y la búsqueda de rentas al competir por un monto limitado de permisos. Finalmente, los obstáculos al comercio incrementan el precio de las mercancías para los consumidores, quienes son los grandes perdedores. 
La obstinación de Trump por reducir el déficit de su país mediante políticas comerciales y los escasos resultados esperables por esa vía aumentan las posibilidades de un recrudecimiento de las tensiones internacionales. En ese contexto, México debería resistir la tentación de acrecentar las represalias y, en su lugar, favorecer una mayor apertura, así como un acceso más amplio a los mercados externos. 

Este artículo fue publicado originalmente en El Financiero (México) el 24 de octubre de 2018 y en Cato.
 

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