¿Bienestar sin crecimiento?
Manuel Sánchez González

Autor de Economía Mexicana para Desencantados (Fondo de Cultura Económica, 2006).




La semana pasada, el INEGI dio a conocer que, de acuerdo con su estimación preliminar para el cuarto trimestre, el PIB se redujo 0,1 por ciento durante 2019. 
Esta información resulta destacable, entre otras razones, por referirse a la primera contracción económica anual que ha ocurrido en el país en una década, la cual contrasta con la expansión de la economía mundial y, en especial, con la de EE.UU. durante el año pasado. 
Además, este desempeño implica una caída de más de un punto porcentual en el producto por habitante, medida habitualmente utilizada en cualquier nación para reflejar, de forma aproximada, el nivel medio de prosperidad. 
El presidente de la República reaccionó a esta noticia señalando que, aunque no haya habido crecimiento, en México existen bienestar y desarrollo, por lo que no debe preocupar la caída del producto.
El comentario presidencial es interesante porque parece abordar el campo del desarrollo económico, que ha sido debatido por los economistas durante mucho tiempo. 
A diferencia del concepto de crecimiento, que cuenta con un significado preciso, consistente en el aumento de la producción en un periodo determinado, el de desarrollo carece de una descripción universalmente aceptada. 
En términos generales, el desarrollo se refiere a un proceso prolongado por el que un país aumenta el nivel general de bienestar material y la calidad de vida de su población, de acuerdo con ciertas referencias. 
Los puntos de comparación suelen ser las economías consideradas ricas, según el ingreso promedio, lo que convierte al desarrollo en un concepto relativo. 
Por desgracia, las categorías mencionadas en esta definición son, a su vez, vagas y de alcance discutible. Para reducir, en algo, la ambigüedad, diversos autores y organismos han buscado identificar variables concretas que, en su opinión, miden el nivel de desarrollo. 
Por lo común, estas listas incluyen el ingreso per cápita más una serie de indicadores “sociales”, como la atención a la salud, la educación, el acceso a la vivienda, la disponibilidad de agua potable, entre otros. Tales caracterizaciones se complementan frecuentemente con cuantificaciones de pobreza y desigualdad del ingreso.
Como era de esperarse, las evaluaciones basadas en esas descripciones resultan dependientes de los indicadores utilizados, su ponderación y la confiabilidad de los datos. Su relatividad se ilustra al comparar el lugar que ocupa México de acuerdo a dos índices ampliamente citados: el Índice de Desarrollo Humano, producido por las Naciones Unidas, que combina la esperanza de vida, la escolaridad media y el ingreso por habitante; y el Índice de Desarrollo Inclusivo, elaborado por el Foro Económico Mundial, que incorpora 15 criterios de política estructural y fortaleza institucional. 
Aunque las muestras de países son diferentes, los ordenamientos son contrastantes. Por ejemplo, en el primer índice, México es más desarrollado que Perú y, especialmente, Paraguay, mientras que, en el segundo, tiene desventaja respecto a ambos. 
Por supuesto, estas mediciones nada dicen respecto a cómo las naciones pueden aumentar su desarrollo. Una idea popular es que el progreso depende de intervenciones de gobiernos benevolentes. Sin embargo, no es claro que las economías actualmente ricas hayan llegado a ser prósperas como resultado de planificadores que decidieron implementar ciertos programas sociales.
Tal vez no exista una definición más autorizada de desarrollo que la ofrecida por el profesor Amartya Sen, Premio Nobel de Economía, quien señala que éste consiste en crear libertad para la gente y eliminar obstáculos para una mayor libertad. 
Si bien alude a impedimentos básicos, como la pobreza, la escasez de oportunidades, la corrupción y la falta de educación y salud, lo interesante de su postura es el énfasis otorgado a la libertad para realizar elecciones. 
El mensaje de Sen es que esta libertad no es prerrogativa de los ricos sino de toda la gente, incluyendo, por supuesto, a los más pobres. Son éstos los que labran su destino, mediante el acrecentamiento de sus capacidades, una vez que se remueven los obstáculos a este derecho. 
Lo anterior permite derivar dos conclusiones para México. En primer lugar, el desarrollo económico y el bienestar difícilmente pueden avanzar sin crecimiento. Cualquier descripción de desarrollo incluye como condición necesaria, aunque no suficiente, el aumento del ingreso por habitante. 
En segundo lugar, el mayor desarrollo económico no depende principalmente del diseño paternalista de programas tutelares para los pobres, sino de la liberación de trabas que impiden el ejercicio pleno de su libertad.

Este artículo fue publicado originalmente en El Financiero (México) el 5 de febrero de 2020 y en Cato Institute.
 

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