30.001
Rogelio López Guillemain
Autor del libro "La rebelión de los mansos", entre otras obras. Médico Cirujano. Especialista en Cirugía Plástica. Especialista
en Cirugía General. Jefe del servicio de Quirófano del Hospital Domingo Funes,
Córdoba. Director del Centro de Formación de Cirugía del Domingo Funes
(reconocido por CONEAU). Productor y conductor de "Sucesos de nuestra
historia" por radio sucesos, Córdoba.
“Lo curioso no es cómo se
escribe la historia, sino cómo se borra”
Manuel
Alcántara
La historia la escriben los
vencedores. Esta frase (ya sea de George
Orwell o de Winston Churchill) no es literalmente cierta, aunque si lo es en su
espíritu.
La historia la describen, sesgan y publican
los vencedores.
Debemos entender que los vencedores no son
sólo aquellos que triunfan en el campo de batalla. No nos aferremos al paradigma (palabra que le
encanta a los posmodernistas, posestructuralistas y progres, artífices de la
pestilente barbarie inculta que hoy pulula), del militar abnegado que vence al
opresor. Los Leónidas, Wallace o San
Martín han quedado, paradójicamente, en la historia.
Heródoto, el padre de la historiografía, vivió
hace 25 siglos y era intelectualmente mucho más honesto, que los patéticos
revisionistas actuales. En aquellos
tiempos escribió: “me veo en el deber de
referir lo que se me cuenta, pero no a creérmelo todo a rajatabla; esta
afirmación es aplicable a la totalidad de mi obra”.
Desde entonces encontramos a lo largo del
tiempo, una amplia gama de autores que van desde aquellos que escriben la
historia con mayúscula, hasta aquellos que escriben historietas.
¿Acaso los primeros son infalibles y
absolutamente objetivos? Por supuesto
que no. Pero son intelectualmente
honestos y no manosean sus descripciones para adaptarlas a una ideología que
pretenden instaurar. Seguramente sus
interpretaciones están sesgadas por sus principios, sus escalas de valores y
sus estimaciones acerca del nivel de importancia de cada hecho, pero no hay en
sus escritos una búsqueda premeditada de establecer una visión parcial.
Karl Popper decía que la verdad es
provisoria. Yo creo que la historia debe
ser verdad. Por ello, lo escrito NO ES PALABRA
SANTA, no debe ser un dogma; pero de ello no se desprende que TODA DESCRIPCIÓN
HISTORICA SEA VALIDA.
El revisionismo histórico, como actitud de
búsqueda inalcanzable e incansable de la verdad (correlación entre la realidad
y los conceptos) es prudente y necesario.
Pero el revisionismo como herramienta ideológica es el hijo bastardo de
la historia, un traidor, un Judas que vende nuestro pasado por 30 monedas de
dogmas esclavizantes.
En muchísimos momentos, la historia se ha
desvirtuado, o al menos se ha adornado, con fines moralizadores y de
conceptualizaciones éticas. Quizás esto
sea un defecto genético heredado de sus padrastros, los mitos y las leyendas,
no lo sé; pero, sin dudas, sus páginas han contenido mensajes estoicos,
heroicos, leales y virtuosos.
Incluso nuestra propia historiografía
clásica argentina, la de Mitre, tiene sus bemoles. Los cuales se “entienden” desde el contexto de un país en el que el 40% de sus
habitantes eran inmigrantes extranjeros y en el que se pretendía “crear” una “identidad nacional”.
Quiero dejar en claro que no estoy de
acuerdo con este manoseo mitrista, pero entiendo el porqué de su lógica como
herramienta efectiva en la construcción del “ser
nacional”, como un instrumento destinado a unir a diferentes razas, credos
e ideologías bajo un concepto en común, bajo la idea de patria.
Así como no creo que Fidias estuviese feliz
de la vida cuando enfrentó a los persas en las Termópilas, consciente de que no
saldría vivo de allí; tampoco me imagino al sargento Cabral diciendo “muero feliz, hemos vencido al enemigo”. Los hechos fueron ciertos, sus entregas
loables, pero estos adornos románticos son sólo un instrumento ético y
estético.
Ahora bien, desde mediados del siglo XX,
luego del fracaso estrepitoso del socialismo/comunismo en el mundo, sus
ideólogos cambiaron de objetivo y en lugar de continuar la lucha política, escucharon
las ideas de Gramsci cuando decía que: “la
conquista del poder cultural es previa a la del poder político y esto se logra
mediante la acción concertada de los intelectuales infiltrados en todos los
medios de comunicación, expresión y universitarios” y actuando en
consecuencia, tomaron por asalto la educación y la cultura.
Argentina no estuvo exenta de esta
desfiguración maniquea de la historia, patentizada por ejemplo en la exaltación
de Rosas y el menoscabo de Roca o de Sarmiento.
Estos no eran “santos inmaculados”,
pero más allá de sus errores y pecados fueron sin dudas, los constructores del
momento de mayor esplendor de la Argentina.
El espíritu prostituyente del revisionismo
sectario sigue vigente en nuestra Argentina.
Los hechos aberrantes y desgraciados de los 70 (en realidad empezaron en
los 50), no deben repetirse nunca más.
Pero el adoctrinamiento tuerto de los revisionistas de historieta de
nuestro país, destruyó los hechos y los reemplazó con relatos.
Ya nos advertía George Orwell acerca de la
lógica del Ministerio de la Verdad: “quien
controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará
el futuro”.
Las narraciones propagandísticas no
resisten ningún archivo, tal es el caso de los 30.000 desaparecidos. Un sólo desaparecido es una aberración,
negar ese número fantasioso (su propio inventor confesó su falsedad) no
niega los hechos, sólo los ciñe a los datos que diferentes organismos
internacionales y sucesivos gobiernos nacionales (incluído el Kirchnerismo) han
corroborado.
Es por ello que si se insiste en imponer la
mentira de los 30.000, debemos responder (retóricamente) que en realidad fueron
30.001; que ellos han desaparecido a ese 1.
Ellos son responsables de la tortura y desaparición de la verdad.
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