Humilde consejo
Enrique G. Avogadro
Abogado.


“Planifica lo que es difícil mientras todavía es fácil; 
realiza lo que es grande mientras aún es pequeño”.
 Sun Tzu
 
La semana pasada estuvimos a punto de revivir la tragedia (en realidad, un masivo asesinato debido a la corrupción) que se llevó la vida de tantos compatriotas en Once, cuando una formación del Ferrocarril San Martín chocó contra una locomotora detenida en un puente de Palermo. Dada la desastrosa situación en que el sistema ferroviario está, me permitiré hacer una sugerencia que, con seguridad, no resultará agradable para el Gobierno ni para la mayoría de la ciudadanía, que nuevamente aúlla en pos de su privatización.
 
En principio, debemos establecer una clara diferencia entre el transporte de cargas, que debe ser privado, y el de pasajeros y, en estos últimos, entre aquéllos de larga distancia y los de cercanías, es decir, los que vinculan a las grandes ciudades con sus conurbanos. Hoy sólo me referiré a los últimos. Con sólo mirar ciudades como Madrid, Barcelona, París, Londres o Nueva York, todas cuentan con un eficiente y confiable servicio de transporte interurbano que permite a quienes viven fuera trabajar en ellas, y regresar a sus hogares con gran comodidad y absoluta puntualidad.
 
Cuando cualquier empresario privado crea un negocio, sea cual fuere el sector económico en el que se desenvuelva, realiza una cuenta (suma y resta) sumamente elemental. Piensa cuánto debe invertir, cuánto insumirán sus gastos operacionales, cuánto deberá pagar en impuestos, le añadirá la tasa de retorno del capital invertido y, con todo ello, llegará a una suma determinada. A ella le restará, entonces, el precio al que venderá su producto o servicio. Y nada más. Si el resultado de esa ecuación determina que generará ganancias, hará el negocio planeado; en caso contrario, lo descartará.
 
Volviendo a los trenes de cercanías, lo primero que se debe poner sobre la mesa es la enorme magnitud de las inversiones que se requieren, tanto para recuperar su tan deteriorada infraestructura –sobre todo, en vías, señales, cambios, etc.- cuanto en material rodante, es decir, locomotoras y coches. Utilizando la ecuación mencionada, si va a ser el pasajero quien, a través de su ticket o boleto, pague todas esas inversiones y todos esos gastos, el precio del transporte se convertirá en carísimo o, aún más, alcanzará un nivel imposible de afrontar por el público usuario.
 
Lo primero que debo asegurar es que el Estado puede prestar un servicio ferroviario de corta distancia, o cercanías, eficiente y ello sólo requiere que la compañía que lo administre, pese a ser pública, trabaje y se desempeñe como privada, con todos los desafíos –en cuanto a control y cumplimiento de objetivos- que ello implica. La explicación para justificar mi postura de la necesidad de que el Estado sea quien opere esos ferrocarriles es muy simple.
 
Porque ¿qué ocurre cuando el Estado es el empresario? La ecuación se modifica dramáticamente. En ella, el Estado introduce otros elementos que, como veremos, no pueden –y, tal vez, ni deban- ser tomados en cuenta por el empresario privado. Esos elementos son las llamadas “externalidades”. Y son tan conocidas en el mundo que las propias Naciones Unidas han adoptado un sistema para medirlas y cuantificarlas.
 
Se llama de ese modo a los beneficios que un servicio aporta a una comunidad en forma indirecta. Me refiero a cuánto disminuye el tráfico por las calles un servicio ferroviario eficiente, cuánto reduce el deterioro de las mismas, cuántos menos automóviles ingresan a las ciudades, cuánto menos ruido deben soportar los ciudadanos, cuánto se reduce la contaminación ambiental, cuánto se reduce el consumo de combustibles, cuánto menos stress sufre la población, cuántos menos accidentes se producen, cuántos ciudadanos pueden evitar vivir en las ciudades, y un larguísimo etcétera.
 
Esas ‘externalidades’, entonces, son las que invierten el resultado de la ecuación, tornándola positiva para el operador, y ello permite que el boleto o ticket que deba pagar el usuario por utilizar el servicio resulte accesible o, directamente, barato. Como ya expliqué, sólo el Estado las puede tomar en cuenta, ya que debe asumir el costo total de las mismas si no puede ofrecer un transporte ferroviario eficiente y confiable.
 
Esa necesidad de que sea el Estado, en cualquiera de sus niveles, quien invierta y administre los ferrocarriles de cercanías, sólo puede evitarse mediante fuertes subsidios a los empresarios privados, como forma de compensar a éstos por el resultado negativo que –al no considerar en ella a las externalidades- sin dudas surgirá de su ecuación.
 
Pero, reitero, el Estado debe actuar, en la especie, como una empresa privada, y las autoridades de ésta deberán rendir acabada cuenta de su gestión, como si tuvieran accionistas ante quienes responder por el cumplimiento de los objetivos determinados.
 
Por lo demás, es siempre desaconsejable recurrir, como lo ha hecho el Gobierno argentino, a una política de subsidios a los empresarios privados, y lo es por la falta de control sobre la verdadera y efectiva aplicación de los importes en cuestión a los fines para los cuales fueren destinados y a la corrupción siempre presente, como lo han demostrado tantas causas que tramitan en los Tribunales, muchas de las cuales duermen desde hace años en el Juzgado Penal Federal a cargo del Juez Ariel Lijo, el inexplicable candidato de Javier Milei para la Corte Suprema.
 
En otra nota, me referiré a los servicios de pasajeros de larga distancia, ya que la longitud auto impuesta de mis notas me impide hacerlo aquí pero adelanto que, en la medida en que volvamos a la pretendida solución facilista, que aplaudimos como sociedad cuando se nos informó en los 90’s que los ferrocarriles perdían un millón de dólares diarios, de cancelar tantas rutas, levantar ramales enteros y hasta los rieles y las estaciones, nos auto-condenaremos al atraso y a la despoblación de nuestro territorio, como se puede comprobar recorriendo este país tan extenso, que ha visto desaparecer pueblos enteros cuando tomamos la absurda decisión de quedarnos sin trenes.
 
 

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