Sindicatos, peronismo y liberalismo
Diana Ferraro
Escritora
Aunque la mayoría de las agrupaciones políticas se resista
a hacer una revisión completa de las políticas liberales ejercidas durante los
años 90, convendría volver a poner sobre el tapete la discusión. En cierto
modo, el reciente y provocativo libro de José Luis Espert, “La Argentina
devorada”, acompañado por su casi diaria prédica televisiva, pone de modo
directo y eficaz la discusión en su justo término: cómo deben ser las
relaciones entre capital, Estado y trabajo, esas tres corporaciones hoy
disfuncionales. Un tema, sin embrago, permanece poco explorado y, sobre todo,
sumergido en el igualmente poco revisado tradicional anti-peronismo: la
existencia y función de los sindicatos dentro de una economía liberal.
A pesar de lo que habitualmente se cree, peronismo y
liberalismo tienen una veta en común, y esa es la que sorprendentemente se
expresa en los sindicatos, entendidos como organizaciones libres e
independientes del Estado—tal como fueron pensados originariamente por Perón—y
no como existen hoy día. Las múltiples distorsiones acumuladas en muchos
sindicatos y en la misma CGT justifican la ira de los pensadores como Espert
que pretenden, con sobrada razón, una definitiva economía liberal para
engrandecer la Argentina en su economía y productividad.
La famosa doctrina peronista no combate el liberalismo sino
en un punto específico: su falta de interés en un proyecto comunitario. Sin
embargo, el peronismo, lejos de ver a ese proyecto comunitario como una
extensión del Estado—tal como hacen los socialismos, demócratas, cristianos,
populistas o lisa y llanamente comunistas—lo ve como lo vería un liberal si un
liberal considerase oportuno ocuparse de ese tema: como una elección voluntaria
de individuos libres para agruparse en organizaciones colectivas o comunitarias
por fuera del Estado.
En este sentido, no hay una herencia más sólida y valiosa
del peronismo que las organizaciones sindicales, el instrumento de defensa de
los trabajadores—columna vertebral de su organización política, además, como ya
se sabe. Que los sindicatos y la CGT se hayan transformado muy frecuentemente,
al igual que prácticamente todas las instituciones argentinas, en un antro de
corrupción además de en una ocasional traba para el desarrollo de una economía
liberal, no quiere decir que deban desaparecer. Muy por el contrario, los
sindicatos y organizaciones sindicales deben ser fortalecidos, modernizados y
sometidos a la misma regla de transparencia que las demás cuestionadas
instituciones argentinas.
Los mismos sindicatos deben hacer al mismo tiempo una
revisión de su rol frente a la economía global, comprender que las reglas
macroeconómicas obligatoriamente obedecen al régimen global de libertad y libre
intercambio y colaborar así para que inversores y empresarios tengan la mayor libertad
posible para emplear, contratar, despedir o contratar nuevamente a sus
trabajadores sin que esta libertad se vea penalizada por juicios, leyes
proteccionistas, y toda la serie de trabas que tradicionalmente políticos y
sindicalistas han puesto en el camino como poco creativo método de proteger a
los trabajadores. Esta confusión ha creado desempleo, empleo en negro y, peor
aún, amenaza todos los días con una ruptura violenta entre trabajo y capital,
tanto si se aprueban leyes con menos protección como si se opta por un mayor
proteccionismo. Este conflicto de intereses puede ser resuelto de un modo bien
diferente.
Por un lado, los sindicatos, como organizaciones libres de
los trabajadores, tienen muchas capacidades no explotadas para ayudar a éstos a
protegerse a sí mismos a través de sus
sindicatos, tal como lo hacen ya hoy por medio de seguros de salud colectivos
gestionados a bajo costo por los mismos sindicatos (las actuales obras
sociales, cuya recaudación debería ser autónoma y no a cargo del Estado, que no
tiene nada que hacer dentro de organizaciones de la comunidad privada, tales
como los sindicatos). Así, siguiendo este modelo, los sindicatos deberían
ofrecer a sus trabajadores asociados un seguro de desempleo (¿estafaría un
trabajador al capital de sus propios compañeros con demandas desubicadas o
desmedidas?), seguros por licencia de maternidad y paternidad, seguro de
capacitación (formación profesional, reciclaje de habilidades y pasantías a
cargo de cada sindicato), programas de
estudio y primer empleo con formación profesional destinados a jóvenes
sin formación de ningún tipo), etc. Como se puede apreciar, el modelo peronista
sindical aún no comprendió su nuevo rol en la economía moderna que, lejos de
apoyarse en el Estado (y permitiendo además que el Estado se entrometa allí
donde no le corresponde, la organización privada de los trabajadores) prefiere
asumirse como un actor libre, tan libre como pretenden ser el empresariado y el
mundo financiero. Asumir en plenitud el rol de una organización libre permitirá
a los sindicatos ampliar su esfera de protección y hacerlo de un modo genuino.
Entre los múltiples beneficios de esta mutua liberación de
empresarios y financistas, por un lado, y de sindicalistas, por el otro, se
cuenta otra impensada liberación: la de
un Estado con un déficit enorme acumulado por toda la mala gestión general que
conocemos, pero, sobre todo, por entender muy mal cómo se debe proteger en
estos días, tanto a quienes arriesgan capital e invierten, como a aquellos que
sólo tienen como capital su capacidad de trabajo personal.
Los sindicatos sí pueden también ser empresarios, y deberán
serlo para armar las diferentes aseguradoras, pero serán empresarios
comunitarios, es decir, dedicados al bien común y no al lucro. Hay que
repetirlo: los sindicatos son asociaciones sin fines de lucro. Los sindicatos
manejan hoy enormes cantidades de dinero, y podrán manejar muchísimo más, con
la misma pasión empresarial que hoy ponen muchos líderes sindicales para
manejar negocios personales nacidos de la estafa a los trabajadores, pero ahora
con trabajadores mucho más atentos a su voto y a la misión de control de sus
propios fondos. Este progreso y protagonismo forma parte de la misma secuencia
de transparencia que hoy comienza a ejercer la sociedad argentina en su
conjunto en relación al control del Estado.
Una revisión de leyes laborales y ordenanzas sindicales
caducas ayudará a desembarazarse con rapidez de las deformaciones del pasado.
Los legisladores tienen también un importante rol junto a los mismos
sindicalistas y trabajadores en la tarea de simplificar y modernizar el marco
legal. Este nuevo marco, lejos de ser el mal temido por los trabajadores como
lo es hoy, debería ser la oportunidad para transferir la protección de los
trabajadores a los sindicatos, liberando al Estado y a los empresarios, y
construyendo así un mundo laboral más estable, seguro, y bajo el control y
usufructo de los mismos trabajadores.
No hay que dinamitar a los sindicatos, como sostiene con
ironía Espert, sino apostar a que entiendan su posible y genuino nuevo rol,
privadísimo, fuera del Estado, y fundado sólo en la libre asociación de los
trabajadores para construir, dentro de sus comunidades sindicales
específicas, un futuro próspero y
seguro.
El socialismo cristiano debería también tomar nota de la
posible y necesaria evolución del peronismo hacia su forma más liberal—y a la
vez más genuinamente comunitaria—y entender que no es el capitalismo lo que
está mal, sino la forma de equilibrar las fuerzas entre el capital y el
trabajo. A veces, hasta el mismo Papa Francisco se confunde, atravesado como
está por un peronismo anticuado. Un peronismo sin liderazgo que hoy está
haciendo su camino y repensándose, de modo de cumplir de verdad con los
objetivos de siempre.
La prueba de este derrotero está a la vista: los infinitos
peronistas que hoy descansan en las manos aún tibiamente liberales del PRO, y
lo votan a la espera de una nueva coalición que coloque con energía a todas las
fuerzas de la libertad frente al añorado objetivo común: la grandeza de la
Nación y la felicidad del pueblo, ya sea este trabajador o empresario.
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