Manifiesto liminar 2.0
Juan María Segura
Experto en innovación y gestión educativa. Autor de "Yo qué sé".
En estos días de junio
se cumple un aniversario transcendente de la reforma universitaria del 18. Hace
1 siglo y desde una pequeña provincia de los pueblos unidos del sur se dio
início a una gesta revolucionaria y transformadora, que derramó cambios en todo
el territorio. Repasar aquellos hechos históricos, con el manifiesto liminar
como piedra basal de un sismo que sacudió el status quo de instituciones
elitistas y cerradas, y que transformó su funcionamiento no solo en nuestro
país sino también en toda la región, es una asignatura obligatoria para quienes
pensamos y habitamos el territorio de la educación superior. Es fundamental
comprender tanto la naturaleza de esa reforma, como también sus precondiciones,
su contexto de época. ¿Por qué en ese momento? ¿Por qué allí? ¿Por qué de esa
manera?
El texto fundacional
del movimiento reformista, supuestamente escrito a escondidas por el abogado
cordobés Deodoro Roca, uno de sus principales líderes, establece con claridad
los reclamos y la intención de discontinuar con la tradición. Un reclamo que
hoy luce algo obvio y genuino, pero que no lo era tanto en su época, y que solo
pudo hacer pie y encontrar terreno fértil durante el primer gobierno de
Yrigoyen (1916 - 1922), surgido de las primeras elecciones obligatorias y
secretas celebradas en el país, beneficio de la Ley Sáenz Peña de 1912. En ese
ambiente efervescente y floreciente de nuevos derechos, “abrir” la universidad
era el reclamo: abrirla al mérito académico de los profesores, abrirla a la
participación de otras voces y actores, abrirla al cogobierno, abrirla y
emanciparla de la manipulación y antojos del poder político y eclesiástico.
Destaco esta lectura aguzada y vanguardista de quienes lideraron esta epopeya y
la llevaron a la práctica, pues gracias a estas reformas el sistema
universitario argentino brilló en el mundo durante la primera parte del siglo
XX, siendo modelo de reforma y entregando la mayor cantidad de premios Nobel
que tenga cualquier país de la región.
Pero una cosa fue el
1918 y su época y contexto histórico, y otra bien diferente es este 2018. Es
así como, a la luz de esos acontecimientos, me pregunto qué nos pide la época
ahora. Ya en 1918 se señalaba que “nuestro régimen universitario es
anacrónico”. Por diversos motivos, distintos a los anteriores, hoy estamos
atrancados en la misma situación. El reclamo de que “las universidades han
llegado a ser así el fiel reflejo de estas sociedades decadentes que se empeñan
en ofrecer el triste espectáculo de una inmovilidad senil” cobra tanta
vigencia, que duele. Pero la época nos interpela con otros cuestionamientos,
nos desafía con otras premisas, y a la vez nos reclama tanta originalidad en
las ideas y osadía en la práctica como la exigida a aquellos jóvenes
revolucionarios del 18.
Si hace un siglo el
reclamo era de gobierno, centrado en la forma de administrar las universidades,
principalmente los procesos decisorios (quién decide sobre qué aspectos), hoy
el reclamo es más bien tecnológico-científico: cómo se aprenden qué cosas. Este
reclamo plantea un desafío mas existencial aún que el anterior, pues desafía el
diseño de todo el proceso, no solo el de los órganos decisorios.
Por un lado, Internet
(desde 1992), la producción colaborativa de conocimiento (desde 2001 con
Wikipedia) y la telefonía inteligente remota (desde 2007 con el primer
smartphone) han habilitado mecanismos y hábitos de adquisición de información
en lugares y momentos ajenos a los diseñados para tal fin. Ello significa que
hoy se puede aprender una carrera universitaria completa, cualquiera, a través
de tutoriales de YouTube, sin moverse del sillón de su casa, sin pagar un peso,
al ritmo que uno decide, pudiendo ir para atrás todas las veces que uno lo
desee sin sentirse por ello juzgado por sus compañeros. Así de sencillo. El
aula perdió el monopolio de la transferencia del saber, y la perdió contra un
diseño mucho más virtuoso. La época provee un entorno tecnológico novedoso que,
al generar nuevos hábitos, en especial en los más jóvenes, ha modificado para
siempre la cultura. ¿Para qué el esfuerzo y costo de llegar todos
sincronizadamente hasta un lugar físico llamado aula para que una persona
llamada profesor diga lo mismo (con menos recursos multimediales) que se puede
obtener desde un click mientras se toma mate en pantuflas en la casa? Piénselo,
no es un reclamo disparatado. ¡Ojalá cuando era joven hubiese podido ahorrarme
tanto tiempo! ¡Ojalá hubiese tenido la oportunidad de ir más rápido en algunos
temas, y más lento en otros que encontré más complejos! ¡Ojalá hubiese tenido
la oportunidad de comparar la visión o “sabiduría” del profesor con otras
fuentes de conocimiento sin tener que pagar un dinero extra que no tenía! Este
es el desafío tecnológico cultural que acorrala a la universidad en este
aniversario, y que lleva a personajes como Bill Gates a afirmar que la
universidad está muerta.
El otro desafío es
científico, y está ligado a los avances en el campo de la neurociencia de las
últimas décadas. Hoy se sabe cómo aprender el cerebro, se conocen los mecanismos
a través de los cuales la información se almacena y mezcla en el cerebro para
generar significados y metaformas de conocimiento. Hay mucho material escrito
al respecto, tanto científico como de divulgación. También se sabe que el texto
escrito es un sistema de codificación trabajoso para el cerebro, ineficaz desde
el punto de vista energético, generando una defectuosa retención de
conocimiento y significados, significativamente menor a la producidas por la
enseñanza a través de imágenes (estas poseen un sistema dual de codificación en
el cerebro, siendo las supercampeonas de la retención). Enseñar a través de
imágenes es más eficaz desde un punto de vista energético, genera retención
durante períodos de tiempo más largos, habilita abordajes multidisciplinarios
(en una foto, no viene la forma por un lado, el color por otro, en entorno de
la foto por otro, etc.) y favorece la emergencia de metaformas de comprensión y
conocimiento, obrando como un mejor puente entre el proceso de aprendizaje y la
comprensión del entorno.
Existen
neurocientíficos que no solo ya han escrito de una manera concluyente sobre los
hábitos de pensamiento, sin que además ya han participado de la creación de
ofertas universitarias basadas en sus investigaciones y conclusiones. Los
resultados son sorprendentes, los alumnos aprenden a aprender al desarrollar
hábitos de pensamiento, con más foco en los procesos neurocognitivos de los
flujos de información y su interpretación, que en la administración de un
proceso de carga, retención y administración de conocimiento e información.
No hay que sentirse mal
si uno venía enseñando de otra manera, pues se hacía lo que se podía con el
conocimiento y herramientas disponibles. La universidad se valió durante siglos
de los mejores proxys y conjeturas que pudo. Fue un camino medio a ciegas, sin
mucho teorema, pero con muchas hipótesis que finalmente se institucionalizaron
en una práctica de aula. No estaba mal, pues era lo mejor que se podía hacer.
Pero el mundo cambió, ahora sabemos cosas que antes no, la época nos desafía,
tal vez como nunca antes, y no deberíamos tener temor de levantar la mano y
pedir ayuda, reconociendo que no lo estamos haciendo como deberíamos a la luz
del saber científico y herramientas de la época.
¿Qué nos pide la época
en este nuevo aniversario de la revolución del 18? Menos soberbia y mas
ciencia. Menos enseñanza y más aprendizaje. Menos política y más praxis. Menos
currículas universales y más personalización. Menos dogma y más adaptabilidad.
Menos cambios de pintura, y más cambios de motores. Es un momento fascinante de
la historia para la universidad, solo si estamos interesados en ser
protagonistas. ¿Lo estamos? ¿Lo estás?
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