Cristina Kirchner: Radicalización o renovación
Diana Ferraro
Escritora



La sorpresa del nombramiento de Alberto Fernández como candidato a presidente ya fue absorbida y los sentimientos de profundo disgusto acerca del nuevo poder otorgado a la ex presidenta se han  ligeramente apaciguado ante la falta de hechos contundentes que alimenten el encono. El malestar ahora es subyacente y oscuro: ¿qué nueva sorpresa deparará la hoy vicepresidenta Kirchner?

 Una sorpresa que no provenga de su nuevo rol institucional, sino de su rol como jefa política de un obediente y radicalizado 30% de la población más pobre y necesitada y, por default, de un peronismo que no ha podido aún elegir a su antagonista, el opositor lúcido y validado por elecciones a una jefa que una gran mayoría de peronistas todavía no reconoce ni como jefa deseable y ni siquiera como peronista.

¿Quiénes son hoy los candidatos a ocupar ese lugar?  Mauricio Macri, a pesar de incluir a Miguel Ángel Pichetto en la fórmula presidencial, desdeñó ese rol de conductor del peronismo afín. basándose en su finalmente inocultable deseo de aplastar al peronismo más que de liderarlo. Por su parte, Alberto Fernández es hoy el poco convincente depositario de una esperanza de traición a su jefa: a pesar de sus condiciones de político muy conocedor de la alternativa peronista liberal, no dará por sí mismo un solo paso en ese sentido, sin la autorización de quien le dio el poder. Y hay quienes ponen la esperanza en Massa, con sus consumadas aptitudes de traidor a todo, incluso a sí mismo, pero la traición no ha sido jamás un valor peronista y es difícil para muchos aceptarlo.

Por lo tanto, queda una vez más el lugar vacío—hace tanto tiempo que un dirigente peronista no se anima a defender los años 90 y la impecable conducción política y económica de Carlos Menem y Domingo Cavallo desde los años 91 al 96—hasta que alguien redescubra el legado inexplotado de este peronismo y termine para siempre con la inflación, la falta de inversión y crecimiento, y emprenda una nueva era de prosperidad, ahora con un mayor conocimiento, una mayor contribución y aporte de los sindicatos y un regreso al mundo internacional de los negocios.

Al costo del golpe institucional de Duhalde y Alfonsín que hizo caer a de la Rua, volteando a la vez la convertibilidad y los contratos en dólares, locales e internacionales, hay que sumarle ahora el fracaso político y económico de Mauricio Macri. Así,  el liberalismo, o el neoliberalismo como se persiste en llamarlo, en vez de ser visto como la única tabla de salvación para tener una moneda estable, inversión y crecimiento, continúa siendo el cuco que aleja a los argentinos de su mejor destino.

¿Y qué hará entonces Cristina Kirchner que, como tantos otros, cierra los ojos a ese pasado de los 90 que conoció bien, que disfrutó e incluso aprobó aunque con las reservas que muchos de los fundadores del grupo Calafate aún sostienen? Las reservas ideológicas provenientes de un peronismo más estatista o de un cuasi socialismo, y que alimentan la idea de un Estado que debe hacer más de lo que un sano liberalismo le permitiría, sin advertir que la puerta de salida diferencial del peronismo son los sindicatos, que deberían tener PRIVADAMENTE a su cargo muchas de las protecciones que el trabajador necesita por medio de una inteligente red de seguros, O reservas ideológicas anticuadas, que nutren la idea de que el liberalismo da ventaja a ese fantasma del imperio todopoderoso, en vez de darse cuenta de que, más bien, con el crecimiento de los países emergentes dentro del comercio global, los países hegemónicos se debilitan en favor de una mayor estabilidad política, militar y comercial mundial. A propósito de esto, Donald Trump no existiría si no fuese por este fenómeno que acabamos de describir y resulta muy extraño que los kirchneristas anti-imperialistas lo rescaten como un modelo nacionalista a seguir cuando Trump no ha hecho más que perjudicar a la globalización y al comercio mundial que nos permitirían crecer.

Entre estas contradicciones y falsos errores de apreciación—aún con la corrección Alberto, un tanto mejor informada y menos comprometida—Cristina Kirchner debe además mirar su situación judicial. La red de negocios a partir de coimas desde el Estado armada por su marido y algunos ministros y no desarmada ni aún reconocida por ella como un espantoso error político además de como un acto ilegal plausible de ser castigado por la ley, ha sido y continúa siendo perforada por varios fiscales y jueces no demasiado interesados en perdonarla. Este frente, que además involucra a sus hijos, atrapados en la misma telaraña paterna y necesitados de un urgente salvataje materno, requiere antes que nada no fracasar.

Si el gobierno de Alberto fracasa, su renuncia traerá a Cristina, y si Cristina repite la política de Alberto y fracasa del mismo modo en que lo hizo Macri, con un cálculo inexacto de cómo terminar con la inflación, tener una moneda estable y alentar la inversión y el crecimiento, sólo tendrá la alternativa de una radicalización.

Armar al 30% de pobres que la siguen, siempre deseosos de un lugar donde sean incluidos y coman, hacer realidad las milicias populares que hoy mismo predica Evo Morales ahí no más, a un paso de la Plaza de Mayo, y ningún juez perseguirá a Cristina, y tampoco a sus hijos. La radicalización tiene siempre esas ventajas y allí están Cuba y Venezuela para probarlo y, también, como las grandes directoras de esta ya antigua orquesta continental, para ayudar en ese sentido. El pequeño detalle es que, para salvarse, Cristina Kirchner en ese caso, hará que la Argentina se pierda y que termine de hundirse.

¿Qué otra opción tiene la hoy silenciosa jefa del actual presidente? No sólo dejar hacer, sino buscar la vuelta ideológica para asegurar el éxito de un nuevo plan económico liberal en lo macro y kirchnerista en lo micro, aceptando la realidad de la macroeconomía y su necesidad de adecuarse a las reglas mundiales para obtener necesidad y crecimiento, y, en contrapunto,  volver a poner el acento en los intereses culturales del kirchnerismo. No serían aún los del peronismo, pero serían más tolerables para éste y permitirían, poco a poco, un deslizarse de todos hacia el buen sendero. Se terminarían, en el conjunto de la población, muchas de las teorías abismales que enfrentaron, sin una razón profunda y verdadera, a vastos sectores. Y, finalmente, se abriría la puerta cerrada por Duhalde en 2002, mal entreabierta por un Macri que no tuvo el coraje de abrirla del todo, y la Argentina regresaría, de la sorpresiva mano de un kirchnerismo resignificado y renovado, hacia la senda que nunca debió haber abandonado como la importante nación que es.

En más de un foro se le pide a Alberto Fernández que haga “la gran Menem”. No es a él a quien hay que pedirle sino a quién hoy tiene el poder político, su jefa Cristina, para que lo autorice y más aún, lo lidere en esa dirección, para que no quepan dudas. El destino personal de Cristina Kirchner hoy vale tanto como el de los argentinos y, en la mesa de póker de la política y los juzgados, todos lo saben.

¿Esa nueva sorpresa hará morir de rabia a más de uno que no se animó a cambiar del todo o a alguno que se renovó y después desistió? Seguramente, y como el alacrán, podrán picar a la rana, y ahogarnos a todos. Pero, tal vez, no lo hagan, con la lección por fin aprendida. Y entonces, quizá, paguemos sin protestar demasiado el precio moral y ético de la renovación antes que sufrir una mortífera e inevitable radicalización.

 

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