Somos animales de consumo
Ángel Fernández
Columnista.
Hace algunos días atrás, mantuvimos una
conversación filosófica con mi compañera de vida (militante protectora de los
animales) sobre el posible impacto que causaría la exacerbación de la
protección animal en los distintos aspectos sociales y demográficos del ser
humano. Es decir, hasta qué punto puede llegar esta protección sin afectar
profundamente la subsistencia del hombre como especie.
Sin estar en contra, ambos concordamos en
repudiar e incluso penalizar el maltrato a aquellos animales domésticos (canes,
felinos, equinos, hasta incluso algunos roedores como los conejos, etcétera),
extendiendo tal hasta los animales salvajes, entendiendo su derecho natural a
la vida libre y digna en carácter de ser vivo.
Sin embargo, hubo un punto en el cual no
logramos ponernos de acuerdo, lo que yo denomino como "animales de consumo",
interpretando como tales a aquellos que consumimos diariamente como
"productos" (sí, productos, con toda la frialdad y enajenación que
eso conlleva), como lo es el ganado vacuno, ovino, de corral, etcétera.
Haciendo mayor hincapié en las gallinas ponedoras,
ella manifiesta su preocupación sobre la clase de vida que estos llevan. Nacen
y son mantenidas en criaderos hasta llegar a su vida adulta; son mantenidas dentro
grandes nidos superpoblados; son estimuladas con alimento alterado con la única
finalidad de explotar al máximo su capacidad ponedora hasta que son descartadas
luego de llegar al final de su vida útil.
Sin estar en desacuerdo con ella, intento
explicarle que para esas aves no hay otro estilo de vida, no conocen otra cosa,
con lo cual, no pueden desear o querer otra vida. Nacen, crecen y mueren de la
misma manera. ¿Cómo podría un ave anhelar la libertad de una granja si no
conoce más allá de lo que percibe a diario? Es decir, a nuestros ojos (que en
teoría tenemos un conocimiento amplio del mundo y de lo bueno y lo malo), ese
no es un estilo de vida aceptado.
Incluso, estoy seguro que si un humano fuera
puesto en esa misma situación, sucedería algo similar. Y recordé un hecho
policial que hubo en González Catán, partido de La Matanza, donde una mujer fue
hallada en el patio de una casa, la cual habría sido criada desde su infancia
como un perro enjaulado. La noticia causó gran indignación y estremecimiento
por la vida que aquella chica habría tenido. Sin embargo, en primera persona,
ella no habría tenido conocimiento de la existencia de otro tipo de vida sino
hasta que fue rescatada por la policía. Recordé luego la alegoría de las
cavernas de Platón.
Durante toda la conversación, ella sostuvo
que todos los animales poseen el anhelo de la libertad, a lo cual limité tal
cualidad únicamente al ser humano.
Esa noche, un extraño pensamiento me mantuvo
en vigilia hasta tarde. ¿Es muy diferente la vida de la gallina en los corrales
a la del ser humano moderno en las ciudades?
Desde niños, somos criados en instituciones
educativas superpobladas, con programas educativos destinados a darnos una
función útil en el sistema (en lugar de enseñarnos a ser librepensadores),
estructurándonos, transformándonos en pequeños engranajes que pretenderán caber
en una gran maquinaría de constante consumo. ¿No recuerdan acaso cuando, siendo
niños, nos preguntaban qué queríamos ser de grandes y respondíamos ideas
fantasiosas como el ser astronauta, pirata, artista o quién sabe qué, y con una
sonrisa desaprobatoria nos cuestionaban "por qué no, mejor, doctor o
abogado", o algo similar? Consciente e inconscientemente, desde nuestra
infancia se nos estimuló a aceptar esta clase de vida. Crecemos para trabajar.
Estudiamos para trabajar. Vivimos para trabajar. Trabajamos para consumir.
Y es así qué, mientras las gallinas son
mantenidas en grandes corrales con el único fin de poner huevos una y otra vez
hasta el final de su vida útil, el ser humano moderno se hacina en las ciudades
con el único fin de generar y gastar dinero (consumir). Y al final, así como
las gallinas, las personas que superan la edad activa pasan a un plano de
incomodidad para la sociedad y el sistema.
Luego, la triste realidad. Somos la única
especie animal de consumo que se consume a sí mismo. Trabajamos para ganar
dinero y generar ganancias. Con ese sueldo intentamos vivir. Compramos ropa,
alimentos, bebidas; pagamos por un hogar, por salud, por estudio, por agua, por
luz, e incluso pagamos por ocio (un libro, una canción, hasta incluso pagamos
por correr, con lo ilógico que eso suena). Pagamos para divertirnos. Pagamos
para sentirnos libres. Pagamos para vivir. O, mejor dicho, vivimos para pagar.
Y recuerdo lo que había expresado: "el
ser humano es el único capaz de anhelar la libertad". ¡Pero qué mal que
estamos!. Todos, o al menos la gran mayoría, soñamos con viajar, comprar un
auto, una casa, comprar mejores productos, mejores ropas, etc. En definitiva,
soñamos con la capacidad de consumir mejores cosas anhelando un mejor estilo de
vida.
Suena igual de absurdo a que la gallina
pensara que por poner mayor cantidad de huevos su estilo de vida sería mejor...
La única diferencia entre el ave y nosotros, es que nosotros creemos en este
estilo de vida, y lo único que hacemos es consumir. Con lo cual, ¿Trabajamos para
comprar lo necesario para vivir?. ¿O vivimos trabajando lo necesario para poder
comprar?.
¿Es muy diferente la vida de la gallina en el
corral al del ser humano moderno en la ciudad?
Y vuelvo a recordar la alegoría de las
cavernas: no podemos anhelar aquello que no conocemos, y la única vida que
vivimos, es la del extremo consumo.
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