El pueblo argentino se interpone al fascismo de Alberto Fernández
Hanna Fischer
Analista política uruguaya.




Alberto Fernández, el presidente argentino, es un cómico. Dice enormes disparates con el gesto adusto, razón por la cual, uno cree que está bromeando. De no ser así, se abren dos posibilidades: o es un cínico tremendo o ha perdido contacto con la realidad.
En estos días Fernández ha vuelto a dar muestras de que es un comediante, al que no se le puede tomar muy en serio. Fue cuando se “escandalizó” porque un pequeño grupo de automovilistas se manifestaron frente a la casa de descanso del juez de la Suprema Corte, Ricardo Lorenzetti, en momentos en que este tenía que decidir sobre un tema judicial delicado.
Fernández repudió dicha protesta alegando que “fueron básicamente a presionar un juez a la hora que tiene que tomar una decisión”. Agregó que “eso no es un reclamo popular, es el más vil de los escraches, propio del fascismo y del nazismo. No tiene nada que ver con la democracia”.
Fernández comparó esa situación con las protestas que hubo recientemente en los alrededores de las viviendas de la vicepresidenta Cristina Kirchner y del titular de la Cámara de Diputados, Sergio Massa. “Me solidarizo con Lorenzetti, con Sergio, con Cristina, que lo vive en su casa permanentemente. Llamo a la reflexión a quienes promueven esas cosas”.
Alguien que les pide a otros que recapaciten, sería bueno que comenzara él mismo por adoptar esa actitud. Sería oportuno que se preguntara a sí mismo por qué está el ambiente social tan convulsionado. ¿No tendrá nada que ver él, ni Cristina, ni Massa? ¿Son unas inocentes palomitas?
¿El mandatario se indigna por los escraches? ¿Pero cómo? ¿No escrachó él públicamente a Carlos Rosenkrantz, presidente de la Suprema Corte, calificándolo indirectamente de “burro”? ¿No lo presiona impúdicamente al decir que es un “escándalo” que haya aceptado tratar el per saltum? ¿No es el propio Poder Ejecutivo que Fernández encabeza (por lo menos nominalmente), el que quiere retrotraer el traslado de los jueces que no se inclinan ante Cristina para sacarlos del medio y lanzarles una advertencia a los otros? ¿El que a toda máquina está buscando aniquilar la independencia del Poder Judicial? ¿Fernández y su ministra de Justicia, no pretendieron públicamente indicarle a la Corte cómo debería fallar? ¿No le están haciendo la vida imposible al procurador general de la Nación, Eduardo Casal (otro que no se deja intimidar por la “señora”), para que renuncie ya que no tienen los votos para destituirlo?
Esas acciones llevadas adelante por el gobierno que encabeza Fernández son prácticas típicas del fascismo. Lo cual no debería sorprender dado que las raíces del partido que él integra, el peronismo, son fascistas, concretamente, de la versión populista de esa ideología.
Desde que a mediados del siglo XX Juan Domingo Perón tomó las riendas del poder en Argentina, las instituciones republicanas de ese país se han deteriorado. Especialmente el Poder Judicial y los órganos de contralor.
Pero por suerte, la población argentina es mayoritariamente educada y cuenta con una vigorosa clase media. La sociedad civil hace de contrapeso al abuso de poder cuando las instituciones fallan. Los periodistas independientes cumplen con su rol de informar, dándoles contexto a las noticias. No dejan que caigan en el olvido los asuntos comunitarios relevantes, poniendo el foco en ellos cuando desde el poder se intenta desviar la atención de los ciudadanos, hasta que haya hechos consumados irreversibles.
La sociedad civil argentina en estos momentos es pueblo, en el sentido que la filósofa malagueña María Zambrano le otorga a este término. Pueblo es un conjunto de personas que tienen espíritu crítico y no son fácil presa de la demagogia ni de la ideología. Son individuos fieles a sí mismos, que reflexionan y se comportan de manera respetuosa. Lo que los caracteriza es la humanidad, que entraña responsabilidad y conciencia.
Zambrano alerta que el gran peligro es que algunos inescrupulosos degraden al pueblo en masa, que consiste en la despersonalización de sus integrantes. Entonces, el único individuo que queda es el “ídolo”, y como en las religiones antiguas, los demás son sus víctimas que satisfacen su apetito insaciable de adoración incondicional.
Aquellos que quieren dominar a los habitantes, los degrada a masa. Para obtener éxito en esa empresa, necesitan colaboradores voluntarios. Perón lo hizo en el pasado y Cristina intenta lo mismo en el presente. Sin embargo, los esfuerzos de Cristina y sus ayudantes —Alberto Fernández ocupando el denigrante primer puesto— aún no han tenido éxito porque hay un pueblo que se opone.
Ese pueblo fue el que —cuando todo parecía perdido ante el impulso avasallador de Cristina— hizo varias manifestaciones frente al Palacio de Tribunales, sede de la Suprema Corte de Justicia: la “Marcha de las Antorchas” y la larga vigilia cuando los miembros de la Corte debían decidir si dar lugar al per saltum solicitado por los jueces Pablo BertuzziLeopoldo Bruglia y Germán Castelli, removidos de sus cargos por el Senado de la Nación.
El pueblo fue la materialización de la conciencia moral de la nación argentina. Con su presencia y sus “antorchas”, les decían a los ministros de la Corte que para ellos, no es lo mismo “Ser derecho que traidor/ ignorante que sabio/ generoso o estafador”. Y primordialmente, que es muy diferente ser burro que un gran profesor, aunque haya algunos que se ufanen de esto último.
A nuestro juicio, fue gracias a la acción del pueblo argentino que los miembros de la Corte, en forma unánime, decidieron aceptar el per saltum. Rosenkrantz afirmó que se tomó esa decisión para evitar tener que enfrentarse a “un hecho consumado”, que debilite o anule el poder de la Corte para restablecer la plena vigencia de la Constitución nacional.
El fallo firmado por Rosenkrantz, Lorenzetti, Elena Highton, Juan Carlos Maqueda y Horacio Rosatti señala que “las circunstancias originarias se han modificado a la luz de acontecimientos sobrevinientes que implican pasos concretos destinados a obtener la inmediata ejecución de las medidas impugnadas, con el riesgo cierto de tornar ilusorio el derecho cuya tutela procuran los actores, privándolos de su acceso a la Justicia”. O sea, que si no actuaban ahora, los que querían aniquilar a la República habrían ganado.
Esas palabras hacían referencia a la dinámica que estaban tomando los acontecimientos donde en rápida sucesión, el Senado les había negado un nuevo acuerdo a los citados jueces y el Poder Ejecutivo inmediatamente dictó un decreto para retrotraerlos a los lugares que ocupaban en 2017 y 2018. Todo en menos de 24 horas.
Al fundamentar su voto, Rosenkrantz manifestó que “Es inocultable entonces que el caso reviste una gravedad institucional inusitada, pues en su decisión se encuentra comprometida una institución básica del sistema republicano”, como lo es la seguridad que deben tener los jueces de que no serán removidos de sus puestos por razones espurias.
Si en estos momentos las instituciones republicanas parecerían robustecerse en la Argentina, se debe a que el pueblo —en el cual están incluidos los periodistas independientes— se ha interpuesto para impedir que el fascismo encarnado en el gobierno siga avanzando.

Este artículo fue publicado originalmente en Panam Post (EE.UU.) el 4 de octubre de 2020 y en Cato Institute.
 

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