El mayor enemigo de la democracia
Dardo Gasparré
Economista.


Cuando empezó a quedar claro que el comunismo no sólo terminaba siempre en una dictadura sino que había perdido rotundamente la batalla por el bienestar, la producción y el crecimiento, los teóricos posmarxistas comenzaron a planear el próximo movimiento. Basta leer a cualquiera de sus intelectuales de fines de la mitad del siglo XX en adelante. 
Demostrada la ineptitud del Estado para lograr reemplazar a la acción humana en la producción de bienes y en su posterior distribución, y luego de alcanzar su predicada igualdad sólo mediante el empobrecimiento de grandes masas de habitantes dependiendo inútilmente de la planificación central que llegó a límites ridículos, dieron por perdida la batalla tanto en el plano bélico como en el económico. 
Comenzaron sin embargo a elaborar un regreso sobre dos ideas centrales: una, económica, era cederle la producción al odiado capital, pero limitarlo en la mayor cantidad de actividades posibles, controlando también a los mercados. (Porque nunca comprendieron ni aceptaron la libertad implícita contenida en esa definición de acción humana en el accionar económico que plasmara von Mises) Ordeñar al capital. Podría resumirse. Usarlo. Usar su ambición y su espíritu productivo como un elemento esclavizante. Lo que ocurre hoy con el campo argentino podría ser un buen ejemplo. Esclavos de su tradición, de su herencia, de su pasión y de su vocación, los agricultores y ganaderos son apenas capitalistas proletarios en desgracia. 
La otra idea, una concepción totalmente política se podría resumir en una frase: “Derrotaremos al capitalismo con sus propias armas, con sus propios principios”. Esto no es una opinión. Está escrito en muchos libros, artículos, documentos y discursos de los últimos 75 años.

Juego de pinzas

De ese juego de pinzas nacen todos los apodos y máscaras que han servido para llevar adelante lo que no habría derecho a llamar plan, pero sí ha sido un mandamiento que se ha aplicado a concepciones económicopolíticas que bajo nombres y discursos más o menos hipócritas han tratado de ocultar esas intenciones, pero todas intentaron torpedear la esencia de la competencia, el libre albedrío, el mercado y en resumen, la libertad. 
La excusa del control de precios ha sido una de las más usadas, y también toleradas, pero contiene en sí misma todos los virus capaces de destruir la voluntad emprendedora, base del concepto capitalista. Se incluye en ese concepto el control del precio de la moneda, o del tipo de cambio, como una manera rápida, efectiva y poco disputada de lograr el mismo efecto y de paso enriquecer a socios, amigos y protegidos. Todo ese movimiento negador de la Teoría del Valor subjetivo contó con la ayuda del propio capitalismo, que se fue corrompiendo, empezando por el proteccionismo, una manera multiideológica de lograr la pobreza universal con gran facilidad: o sea la desglobalización comercial, que ahora se advierte en todo su esplendor de egoísmo y efecto pauperizante 
Se podría resumir casi un siglo de lucha en pocas palabras: el comunismo con sus mil formatos y nombres trató de destruir al capitalismo usando sus mismas armas, y los empresarios, el capitalismo y muchas veces los países capitalistas, trataron de conseguir ventajas sin competir o trampeando, lo que se opone por lo menos al concepto liberal de la economía y el mercado, o sea facilitando muchas veces la acción del enemigo. 

Un sistema híbrido

El impuesto creciente y alevoso y la monopolización estatal ineficiente y sin competencia impuesta por los políticos que hoy se denominan progresistas pero que son sólo burócratas controladores, han transformado el sistema mundial sistemáticamente en un híbrido, en el que sólo varían los porcentajes de los componentes en cada caso, no el concepto. Y a medida que los políticos se fueron volviendo más corruptos y las sociedades lo advirtieron, también los porcentajes fueron empeorando, con el resultado previsible.
Aun así todavía la evidencia empírica permite demostrar que siempre la competencia, la libertad de comercio, las reglas de seguridad jurídica y de mercado, por más que estén limitadas, han prevalecido sobre la planificación central, que por otra parte ya ha dejado de ser tal, sino que se parece cada vez más a un reparto de dádivas desordenado que sólo puede terminar en un tironeo fatal de despojos que culminará en hambruna, desesperación y muerte. La corrupción de los políticos y del sistema político es funcional a ese mandamiento del neomarxismo del que hablaba esta nota en su comienzo. 
Así como es altamente factible demostrar que siempre y en todo lugar el sistema capitalista ha resultado ser infinitamente más eficiente en distribuir recursos, riqueza, bienestar y crecimiento, pese el torpedeo y sabotaje incesante de todo el espectro neormarxista-francisquista, en lo que se relaciona con la concepción política del neocomunismo no ocurre lo mismo. Como buen discípulo de Engels, su campo favorito es la dialéctica. El materialismo dialéctico, léase el relato. Ahí no tiene rival.  
Sea con un plan orgánico o no, mediante el accionar coordinado o no de organizaciones supranacionales, periodismo, intelectuales, medios de comunicación, y entretenimiento, iglesia, movimientos de reivindicación, de derechos humanos o mediante el accionar de las redes, o por la simple conveniencia hasta hipócrita de cada uno, ha logrado convencer a una gran masa de población mundial de que el problema no es la pobreza sino la desigualdad, que el trabajo o el empleo no importan ni importa procurarlo o que se cree, sino que lo que cuenta es el ocio y el disfrute, con lo que el desempleo es una bendición (Pago, por supuesto).
Que la igualdad, que ahora se ha reemplazado por el término con más gancho de equidad, es una condición presente y posible en la naturaleza, y que se puede lograr mediante el simple uso de la lapicera de alguien, o arrojando platita sobre las sociedades. Y todo ello se puede lograr instantáneamente sin esfuerzo, ni contrapartida, ni compromiso. Sin tiempo. Populismo, diríase. El comunismo que ahora también se llama Agenda 2030 ya no intenta competir comparándose con el capitalismo, sino que hace competir a éste con un mundo feliz, supuestamente alcanzable, un mundo prometido. Una utopía. O una distopía, más seguro. Nada más efectivo que esta promesa del después, que nadie vivirá para ver, o al menos que nadie podrá criticar si no se cumple porque estará prohibido.
Y luego de convencer a todos de que ese mundo existe, sus políticos se autopostulan como los sumos sacerdotes intermediarios para alcanzar semejante estado de Nirvana. Hasta han logrado transformar a muchos de sus otrora rivales en socios, o al menos en imitadores. 

Maldita demagogia

A esta altura del análisis habrá que recordar las prevenciones de Tocqueville cuando analizaba la naciente democracia americana y expresaba su resquemor de que la demagogia de los políticos les hiciera prometer a los pueblos facilismos irrealizables para que los eligieran o, viceversa, que los pueblos terminaran exigiendo tales promesas y milagros de sus candidatos para elegirlos. 
Tenía razón cuando decía que debía redefinirse con urgencia el concepto de democracia. Los políticos mundiales han cometido el peor de los pecados: se han autosobornado. Han caído en la corrupción. En el poder por el poder mismo que desemboca siempre en el poder del dinero. O para obtener dinero. Eso los torna aún más vulnerables a la propensión planteada por el gran pensador francés. Eso facilita el objetivo del reseteo de aquel marxismo original. Los corruptos jamás pueden ser estadistas. Y sin estadistas no hay democracia sólida. 
Si se construyese una nube de palabras, hay una sola que el comunismo de mil apodos usa más que el inexistente concepto de neoliberalismo: democracia. Paradoja que sólo puede existir en la filosofía engelsiana, que la niega, la reclama y la declama al mismo tiempo. Sin embargo, ese clamor por eso que llaman democracia, que incluye la democracia de Cristina, sin justicia ni contralor de poderes, la democracia directa, la democracia de mano alzada, o la democracia infantil de reclamar que se baje la inflación pero no el conveniente y facilista gasto que la origina es lo que hoy significa para muchos la palabra. 
La democracia que valora un sector de la población no es la democracia que añora el otro sector de tamaño equivalente. Por eso el mayor enemigo de la democracia… es la democracia. Se verá en breve en Argentina, cuando el nuevo gobierno intente cambiar mínimamente algunos de los condimentos del desastre. Pero también se verá en Uruguay, en Francia, en Europa, en el mismísimo Estados Unidos cuando se intente retomar el camino del capitalismo liberal. Hasta el concepto del derrame ha sido negado impune y gratuitamente sin argumento alguno en lenguaje barato tuitero, sólo descalificaciones sin evidencia. La riqueza de unos se obtiene gracias a la pobreza de otros, es el estilo de la prédica que impera, sin fundamentos ni pruebas. Pero efectista para justificar el despojo, que tantos aguardan para repartirse. El documento de Puebla, uno de los seudónimos del totalitarismo tribal, llama democracia a la dictadura. Y defiende sus crímenes y atropellos. ¿Cómo entenderse? 
Hay una parte importante de la sociedad que valora y se jacta de su ignorancia y su deseducación, que ha inventado el derecho a tenerlo todo gratis y para ello, está dispuesta a elegir a aquellos políticos que le prometan usar el impuesto como una guillotina, o enjaular fiscalmente a los ciudadanos de cada nación -cada vez menos soberanas- y cobrarles el haber nacido en un país cualquiera hasta empobrecerlos. 
Paradojalmente, no han sido los teóricos neocomunistas los que han inventado ese cepo confiscador del impuesto. Como no han inventado el sistema kafkiano de persecución del “lavado de dinero y financiación del terrorismo”, que transformó a los bancos en auditores y espías de sus clientes y al depositante en cliente cautivo del sistema bancario. Ni son los inventores del dinero bancario digital, la mayor confiscación masiva de riqueza y libertad de la que se tenga conocimiento. 

Votantes educados

Se recordará, si se repasa, que desde los griegos en adelante se sostiene que la democracia requiere que se cumplan algunas condiciones para que funcione y para denominarse de ese modo. Una es la educación del votante. Y no necesariamente educación cívica o política, sino la elemental educación que lo impulse a ser autoportante y libre. No muy distinta a las condiciones que requiere el liberalismo para que el individuo pueda progresar y desarrollarse. 
Por coincidencia o por siniestro complot la educación en todos sus aspectos, formales e informales, en una especie de pandemia intelectual, tiende a desaparecer y a distorsionarse globalmente, en paralelo con la destrucción de todo tipo de valores, también requisito vital para elegir gobernantes, y para serlo. Las fotos identificatorias del candidato en las boletas de voto son una confesión y un insulto.
Hay otras condiciones sine qua non, como la prédica, el debate y la comparación mensurable de resultados, pero tampoco son viables en contextos en que la población ha dejado de leer, que sólo puede prestar atención pocos segundos y que no comprende texto. Si a eso se une un periodismo superficial y tendencioso en su gran mayoría, se llega a grupos sociales preparados para obedecer a cambio de un alimento. Sólo piden flan, diría el irreverente Casero. 
El comunismo, o socialismo, o doctrinismo social, o bolivarianismo, o progresismo, o como se le quiera llamar, se ha apoderado de la palabra democracia y le ha dado el significado que más le conviene. Menos el que corresponde. Ya no es republicanismo. Ya no es libertad. Ya no es contralor entre poderes. Ya no es respeto por las mayorías, ni “un sistema imperfecto second to none” o “la peor forma de gobierno excepto todas las otras que se han intentado” al decir de Churchill. 
Para el wokismo facilista y tribal del neocomunismo la democracia es sólo una palabra más que se declama para ganar el poder o para usar de una ventaja numérica cuando se posee e imponer sus designios sobre toda la sociedad.  Jamás para aplicarla de ninguna manera ni en ninguna proporción en favor del derecho, de la libertad o de la justicia. Y en este punto también la evidencia empírica es lapidaria. 
Por supuesto que la democracia neobolchevique es apátrida, como es amoral. No se parece en nada a lo que espera de ella un ciudadano que intenta convivir en sociedad. Por eso todas sus manifestaciones van siempre en contra de la soberanía y en favor de una “patria grande”, nadie sabe dirigida por quién, ni en sociedad con quién, ni con qué propósito. La patria se esfuma, se diluye, se reparte al mejor postor y al mejor precio. Porque siempre hay algún beneficio para compartir. Siempre la corrupción como cómplice. 
Este panorama, que parecerá que describe a la Argentina de hoy, se aplica a todos los países, a todos los gobiernos. Ya es un ciclo. Y como todo siglo imperará por varios años. Por supuesto que no es cuestión de rendirse y hay que hacer escuchar la protesta y la prédica, y hay que luchar y trabajar para encontrar los mejores argumentos y la mejor base teórica. Pero la columna se limita a describir los hechos consumados. Esta democracia zombi será el modo de gobierno tolerado y defendido por las sociedades. Una a una lo irán adoptando, si no lo han adoptado ya, y una a una se sumirán en el fracaso. 
Pero eso se notará después, siempre después, como todas las promesas de redención y resurrección. Ese doble significado de una misma palabra tan importante encierra una grieta insuperable. Al menos sin pasar primero por un largo y garantizado fracaso y tras un triste empobrecimiento generalizado. 

Publicado en La Prensa.
 

Últimos 5 Artículos del Autor
[Ver mas artículos del autor]