¿Se está censurando a 678?
Agustín Laje
Escritor. Galardonado con el Premio a la Libertad 2012, otorgado por Fundación Atlas para una Sociedad Libre.


Antes de que Mauricio Macri asumiera como Presidente, en lo que fue la última emisión de 678 bajo la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner, los panelistas del programa televisivo icónico del kirchnerismo leyeron un comunicado al aire en el cual denunciaron que serían objeto de censura por parte del nuevo Gobierno, y hasta pusieron en duda si habría un próximo programa.
Lo cierto fue que el macrismo decidió respetar el contrato que tenía con la productora de 678 (Pensado Para Televisión), y el programa no fue sacado de inmediato del aire. Al contrario, su primera edición bajo gestión macrista mantuvo la tradicional militancia ultrakirchnerista de siempre.
Pero el citado contrato finaliza el próximo 31 de diciembre, y se acaba de conocer que el Grupo Indalo, el conglomerado de medios de Cristóbal López, empresario que de tantos negocios supo gozar con el kirchnerismo, dueño de Pensado Para Televisión, decidió no renovar el contrato de 678 en la TV Pública.
Como no podía ser de otra manera, de inmediato se desató la polémica. Y la pregunta que queda de fondo es: ¿Se está censurando a 678?
Los partidarios del kirchnerismo están denunciando por las redes sociales tal cosa. Algunos panelistas del programa, como Sandra Russo y Mariana Moyano, hicieron también sus descargos, alegando ser víctimas de “censura” tanto del sector público como del privado.
En honor a la verdad, el acto de censura sólo puede entenderse en virtud de lo que Isaiah Berlin definiera como la acepción “negativa” de la libertad. Esto es, la libertad como contracara de la coerción; como el poder hacer o dejar de hacer algo, hallándonos protegidos de la invasión de los demás. Algo similar a lo que Bejamin Constant quiso decir cuando diferenció la “libertad de los modernos” de la “libertad de los antiguos”.
Así las cosas, el derecho a la libre expresión no puede entenderse sino como la libertad de expresar nuestras opiniones frente a quienes estén dispuestos a escucharnos, pero de ninguna manera obligar a los demás a escucharlas y mucho menos a financiarlas.
La libertad de expresión es lo opuesto a la censura. Se censura a alguien cuando no se le permite decir, por sus propios medios, aquello que quiere decir, pero no se censura a nadie cuando, permitiéndole decir lo que se quiera decir, se elige simplemente no escucharlo o financiarlo. En efecto, afecta tanto a la libertad de las personas el hecho de la censura como el hecho de obligar a los demás a financiar compulsivamente medios de comunicación que no está en nuestro deseo individual atender.
Esa es la razón por la cual los programas político-militantes no deberían ser financiados con fondos públicos. Sencillamente, porque no podemos obligar a los contribuyentes a pagar los gastos de programas dedicados a difundir ideologías con las cuales no todos acordamos. Tal cosa, naturalmente, viola nuestra libertad de decidir. 
El mercado funciona mucho mejor en el terreno de la libertad de expresión, porque en aquél cada uno es libre de informarse a través del medio de comunicación que desee, y es a través de esa elección en la que uno contribuye a financiarlo. La lógica del mercado es clara: quien consume, al mismo tiempo financia. Algo que no ocurre cuando los medios son financiados desde el Estado.
Cuando Sandra Russo alega que ella debiera ser escuchada (y financiada por la sociedad) porque “ninguna democracia puede negarle a la mitad del electorado su acceso a la información que desee”, está pronunciando una falacia. En primer lugar, porque no sabe qué información desea la mitad del electorado, pues eso no se vota en las urnas sino en el mercado. En segundo lugar, porque ella no representa la mitad del electorado pues no fue candidata a nada; si algo puede representar Russo, con suerte es poco más de un punto de rating, el promedio de 678.
Pero mal pueden entender esto los periodistas del mentado programa televisivo. En efecto, pasar de la comodidad de servir a los gobernantes de turno al incómodo lugar de la competencia en el mercado, donde los programas televisivos sobreviven si y sólo si ganan a los televidentes, debe ser algo muy difícil de digerir.
Lo que es inaceptable es argumentar que esto constituye un acto de censura, pues equivale a decir que aquel lector que no quisiera leer esta columna o este medio estuviera censurando a quien suscribe.
Los panelistas de 678 deberán ganarse al televidente si quieren un lugar en la televisión. Menospreciarlo no es un buen comienzo.

 

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