Las protestas de Jujuy y las amenazas oficialistas desestabilizan las reglas del marketing político
Diego Dillenberger
Director de la revista Imagen y conductor de La Hora de Maquiavelo.


“Si la oposición toma el gobierno, habrá convulsión social, como en Jujuy”. Esta amenaza lleva la autoría del diputado kirchnerista Eduardo Valdés, que la profirió en medio de las graves protestas y piquetes vandálicos organizados contra la Legislatura y el gobierno de esa provincia, mientras los legisladores debatían una reforma de la constitución provincial que apunta a declarar ilegales los cortes de rutas y calles.
 
Si gana la oposición, “van a producir sangre y muertos”. Esta vez el copyright de esta escalofriante advertencia es del ministro de Seguridad, Aníbal Fernández. Unos días antes el líder piquetero kirchnerista Juan Grabois prometió en una entrevista en TV que él se encargaría de que “se vayan en un año y medio”.
 
Los malos augurios de los funcionarios kirchneristas
Es muy poco probable que estos malos augurios de los funcionarios kirchneristas le arrimen algún voto más al oficialismo en las próximas elecciones presidenciales. Pero estas “maldiciones gitanas” del peronismo a la oposición vuelven a poner a prueba los manuales clásicos de marketing político que se aplican en la Argentina: esta vez los candidatos se van a ver obligados a generarse un mandato durante la misma campaña electoral, y para eso deberán salir de la “zona de confort” del marketing político tradicional, que recomienda no detallar planes de gobierno en campaña.
Se trata de ganarse el “mandato” simbólico -que no viene automáticamente con la banda presidencial y el bastón- y que implica una suerte de “licencia tácita” de la oposición para dejar hacer o -en países muy civilizados- acompañar al nuevo gobierno electo.
 
Esa “área cómoda” de los políticos consiste en prometer sin dar muchos detalles de las medidas que deberán tomar para cumplir con esas promesas, por temor a ahuyentar a algún votante.
 
“Los argentinos dicen que quieren curarse, pero después no quieren tomar los remedios”, asegura un asesor electoral enfatizando esta suerte de superstición del marketing político.
 
La opinión pública -sigue esta arraigada idea- no aceptaría sacrificios para que el país y su situación cambien.
 
Es un planteo clásico de la política argentina que no tiene en cuenta que con más de 100 por ciento de inflación y 40 por ciento de pobreza, los argentinos ya se están ajustando como ningún otro pueblo en el planeta, Rusia y Ucrania en guerra incluidos.
 
Qué dicen las encuestas
De hecho, la última encuesta global del Pew Research Center de Washington, la encuestadora apartidaria más respetada de Estados Unidos, muestra claramente cómo los argentinos se convirtieron en el pueblo más descontento con la marcha de su economía, con el 89 por ciento que dice que “la situación económica en el país es mala”.
 
De los otros 23 países comparados en mayo por el Pew, sólo tres veían positivamente la economía de su país: México, India y Países Bajos. Pero el grado de descontento de los argentinos con su economía es por lejos el peor.
 
De hecho, el próximo gobierno va a contar de entrada con una opinión pública ansiosa por reformas y mucho más comprensiva que nunca de que la enfermedad argentina es el déficit fiscal y que la causa de ese déficit es el exceso de gasto público.
 
Una encuesta de la semana pasada de FGA, la encuestadora del consultor Federico González, indica que el 74 por ciento de los argentinos cree que es necesario bajar el gasto público. Incluso una “vaca sagrada”, como una nueva privatización de Aerolíneas Argentinas, cosecha un rechazo de 35 por ciento contra una aprobación de 50 por ciento: este dato solo es una revolución. Hasta están empatados los que prefieren privatizar YPF con los que se oponen. Como también hay un “empate técnico” entre los que consideran que “bajar el gasto público implicará que miles de familias se quedarán sin trabajo” y los que creen que no necesariamente sería así.



 
Esta encuesta no es un cheque en blanco para que los candidatos se queden en su “zona de confort” prometiendo y no explicando qué y cómo lo harían.
 
También hay una clarísima mayoría a nivel nacional a favor de prohibir los piquetes. Ya el año pasado una encuesta de Zuban Córdoba mostraba que el 74 por ciento quisieran algo así como la reforma constitucional que estaba llevando a cabo el gobernador Morales cuando piqueteros kirchneristas y de izquierda intentaron incendiar la legislatura en San Salvador de Jujuy.
 
En esa encuesta, también había un 64 por ciento a favor de eliminar los planes sociales, por los que, como mínimo, un día a la semana, grupos piqueteros cortan el centro porteño y convierten a la ciudad de Buenos Aires en un infierno.
 
Los mismos asesores de campaña electoral que sostienen que “los argentinos quieren curarse, pero después no quieren tomar los remedios” son los que también aseguran que “los argentinos piden represión, pero cuando ven un muerto se enojan con los represores”.
 
La escenificación de la bronca
Durante las protestas en Jujuy, se vio a una mujer detenida por la policía que -a propósito- se golpeó la cabeza contra el vidrio de un móvil policial hasta sangrar para acusar al gobierno de Morales de “represor”. La piquetera no se había percatado de las cámaras de TV y los teléfonos celulares que la estaban grabando “in fraganti”.
 
El “autogolpe” de cabeza de la manifestante jujeña encierra el símbolo de una advertencia mucho más concreta que las amenazas del diputado Valdés y el ministro Fernández: la protesta contra el próximo gobierno va a buscar escenificar una opinión pública “enojada” por el “ajuste” que pretenda hacer. No importa que el gobierno kirchnerista hubiese ajustado a los argentinos hasta conseguir más del 40 por ciento de pobres y que hoy los trabajadores argentinos tengan el poder adquisitivo más bajo de la región.
 
Es un modus operandi que no se inventó en la Argentina. Se lo vio en Chile en 2019 y en medio de la pandemia en Colombia y Ecuador. Los activistas no esperan a que las encuestas muestren el descontento de la opinión pública para salir a las calles a escenificar ese descontento hasta poner de rodillas a los gobiernos.
 
El expresidente chileno Sebastián Piñera se “comió el amague” con las violentas protestas de 2019 y solo pudo calmar algo las aguas lanzando un proceso de reforma constitucional. Los mismos izquierdistas que incendiaron en octubre de 2019 seis estaciones del coqueto Metro de Santiago propusieron una constitución estatista que, finalmente, los chilenos rechazaron abrumadoramente en el referéndum de septiembre del año pasado. Los chilenos se podrían haber ahorrado todo ese trance, de no haber caído Piñera en la trampa de una opinión pública orquestada por sentir que no tenía mandato suficiente para aumentar el boleto de subte.
 
Mauricio Macri cayó en la misma trampa cuando en diciembre de 2017, a semanas de que las urnas convalidaran su gobierno en las elecciones de medio término, activistas le arrojaron las ya míticas “14 toneladas de piedras” frente al Congreso por una reforma del cálculo de las jubilaciones.
 
La única forma de “vacunarse” contra ese mal endémico de la protesta social prefabricada para desestabilizar o trabar gobiernos es anticipar claramente durante la campaña electoral las medidas que tomarían para sacar al país de la crisis.
 
Después de las elecciones, el gobierno que gane no tendrá tiempo suplementario: el calendario de asunción que nos “legaron” los militares en esta nueva democracia y que convalidó la Constitución de 1994 -el 10 de diciembre- conspira contra cualquier gradualismo.
 
Mauricio Macri lo comprobó cuando, gozando del 70 por ciento de aprobación el 10 de diciembre de 2015, creyó que el viento de cola de la opinión pública lo iba a acompañar mucho tiempo más. El verano es cruel, y marzo arranca con más inflación, colegios, aumentos de todo tipo y una euforia de nuevo gobierno que se secó a los rayos del sol y se desgastó al ritmo de la inflación.
 
Como buen alumno de las enseñanzas de su asesor ecuatoriano, Jaime Durán Barba, Macri había prometido “pobreza cero, inflación de un dígito y lluvia de inversiones”, pero no dio durante la campaña ni una pista de que, si pretendía lograrlo iba a precisar un plan económico que no pensaba tener.
 
Esta vez el electorado está pidiendo muchos más datos: eso explica el “fenómeno Milei”.
 
Por eso, el único antídoto contra las amenazas y “maldiciones gitanas” de los Valdés, Grabois o Aníbal Fernández es ganar las elecciones con el mandato incluido para emprender reformas y arrancar el mismo 10 de diciembre. Sin bailes, festejos ni vacaciones.
 

Publicado en TN.

 

Últimos 5 Artículos del Autor
[Ver mas artículos del autor]